Las Ruinas Indias de José Martí
No
habría poema más triste y hermoso que el que se
puede sacar de la historia americana. No se puede
leer sin ternura, y sin ver como flores y plumas por
el aire, uno de esos buenos libros viejos forrados
de pergamino, que hablan de la América de los
indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito
de sus artes y de la gracia de sus costumbres. Unos
vivían aislados y sencillos, sin vestidos y sin
necesidades, como pueblos acabados de nacer; y
empezaban a pintar sus figuras extrañas en las rocas
de la orilla de los ríos, donde es más solo el
bosque, y el hombre piensa más en las maravillas del
mundo. Otros eran pueblos de más edad, y vivían en
tribus, en aldeas de cañas o de adobes, comiendo lo
que cazaban y pescaban, y peleando con sus vecinos.
Otros eran ya pueblos hechos, con ciudades de ciento
cuarenta mil casas, y palacios adornados de pinturas
de oro, y gran comercio en las calles y en las
plazas, y templos de mármol con estatuas gigantescas
de sus dioses. Sus obras no se parecen a las de los
demás pueblos, sino como se parece un hombre a otro.
Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles.
Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte,
su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía.
Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue
una raza artística, inteligente y limpia. Se leen
como una novela las historias de los
nahuatles y
mayas de México, de los
chibchas de Colombia, de los
cumanagotos de Venezuela, de los
quechuas del Perú, de los
aimaraes de Bolivia, de los
charrúas del Uruguay, de los
araucanos de Chile.
El
quetzal el pájaro hermoso de Guatemala, el
pájaro de verde brillante con la larga pluma, que se
muere de dolor cuando cae cautivo, o cuando se le
rompe o lastima la pluma de la cola. Es un pájaro
que brilla a la luz, como las cabezas de los
colibríes, que parecen piedras preciosas, o joyas de
tornasol, que de un lado fueran topacio, y de otro
ópalo, y de otro amatista. Y cuando se lee en los
viajes de
Le Plongeon
los
cuentos de los amores de la princesa maya Ara, que
no quiso querer al príncipe Aak porque por el amor
de Ara mató a su hermano
Chaac;
cuando en la historia del indio
Ixtlilxochitl
se ve vivir, elegantes y ricas, a las ciudades
reales de México, a
Tenochtitlán y a
Texcoco; cuando en la «Recordación Florida» del
capitán
Fuentes,
o en las Crónicas de
Juarros,
o en la Historia del conquistador
Bernal Díaz del Castillo,
o en los Viajes del inglés
Tomás Gage,
andan como si los tuviésemos delante, en sus
vestidos blancos y con sus hijos de la mano,
recitando versos y levantando edificios, aquellos
gentíos de las ciudades de entonces, aquellos sabios
de Chichén, aquellos potentados de
Uxmal, aquellos comerciantes de Tulán, aquellos
artífices de Tenochitlán, aquellos sacerdotes de
Cholula, aquellos maestros amorosos y niños
mansos de
Utatlán, aquella raza fina que vivía al sol y no
cerraba sus casas de piedra, no parece que se lee un
libro de hojas amarillas, donde las eses son como
efes y se usan con mucha ceremonia las palabras,
sino que se ve morir a un quetzal, que lanza el
último grito al ver su cola rota. Con la imaginación
se ven cosas que no se pueden ver con los ojos.
Se hace
uno de amigos leyendo aquellos libros viejos. Allí
hay héroes, y santos, y enamorados, y poetas, y
apóstoles. Allí se describen pirámides más grandes
que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes
que vencieron a las fieras; y batallas de gigantes y
hombres; y dioses que pasan por el viento echando
semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de
princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta
morir; y peleas de pecho a pecho, con bravura que no
parece de hombres; y la defensa de las ciudades
viciosas contra los hombres fuertes que venían de
las tierras del Norte; y la vida variada, simpática
y trabajadora de sus circos y templos, de sus
canales y talleres, de sus tribunales y mercados.
Hay reyes como el
chichimeca
Netzahualpili,
que matan a sus hijos porque faltaron a la ley, lo
mismo que dejó matar al suyo el romano
Bruto;
hay oradores que se levantan llorando, como el
tlascalteca
Xicohténcatl,
a rogar a su pueblo que no dejen entrar al español,
como se levantó
Demóstenes
a rogar a los griegos que no dejasen entrar a
Filipo;
hay monarcas justos como
Netzahualcóyotl,
el gran poeta rey de los chichimecas, que sabe, como
el hebreo
Salomón,
levantar templos magníficos al Creador del mundo, y
hacer con alma de padre justicia entre los hombres.
Hay sacrificios de jóvenes hermosas a los dioses
invisibles del cielo, lo mismo que los hubo en
Grecia, donde eran tantos a veces los sacrificios
que no fue necesario hacer altar para la nueva
ceremonia, porque el montón de cenizas de la última
quema era tan alto que podían tender allí a las
víctimas los sacrificadores; hubo sacrificios de
hombres, como el del hebreo
Abraham,
que ató sobre los leños a
Isaac
su hijo, para matarlo con sus mismas manos,
porque creyó oír voces del cielo que le mandaban
clavar el cuchillo al hijo, cosa de tener satisfecho
con esta sangre a su Dios; hubo sacrificios en masa,
como los había en la
Plaza Mayor, delante de los obispos y del rey,
cuando la
Inquisición de España quemaba a los hombres
vivos, con mucho lujo de leña y de procesión, y
veían la quema las señoras madrileñas desde los
balcones. La superstición y la ignorancia hacen
bárbaros a los hombres en todos los pueblos. Y de
los indios han dicho más de lo justo en estas cosas
los españoles vencedores, que exageraban o
inventaban los defectos de la raza vencida, para que
la crueldad con que la trataron pareciese justa y
conveniente al mundo. Hay que leer a la vez lo que
dice de los sacrificios de los indios el soldado
español
Bernal Díaz,
y lo que dice el sacerdote
Bartolomé de las Casas.
Ese es un nombre que se ha de llevar en el corazón,
como el de un hermano.
Bartolomé de las Casas
era feo y flaco, de hablar confuso y precipitado, y
de mucha nariz; pero se le veía en el fuego limpio
de los ojos el alma sublime.
De
México trataremos hoy, porque las láminas son de
México. A México lo poblaron primero los
toltecas
bravos, que seguían, con los escudos de cañas en
alto, al capitán que llevaba el escudo con rondelas
de oro. Luego los toltecas se dieron al lujo; y
vinieron del Norte con fuerza terrible, vestidos de
pieles, los chichimecas bárbaros, que se quedaron en
el país, y tuvieron reyes de gran sabiduría. Los
pueblos libres de los alrededores se juntaron
después, con los
aztecas astutos a la cabeza, y les ganaron el
gobierno a los chichimecas, que vivían ya
descuidados y viciosos. Los aztecas gobernaron como
comerciantes, juntando riquezas y oprimiendo al
país; y cuando llegó
Cortés
con sus españoles, venció a los aztecas con la ayuda
de los cien mil guerreros indios que se le fueron
uniendo, a su paso por entre los pueblos oprimidos.
Las
armas de fuego y las armaduras de hierro de los
españoles no amedrentaron a los héroes indios; pero
ya no quería obedecer a sus héroes el pueblo
fanático, que creyó que aquéllos eran los soldados
del dios,
Quetzalcóatl
que los sacerdotes les anunciaban que volvería del
cielo a libertarlos de la tiranía.
Cortés
conoció las rivalidades de los indios, puso en mal a
los que se tenían celos, fue separando de sus
pueblos acobardados a los jefes, se ganó con regalos
o aterró con amenazas a los débiles, encarceló o
asesinó a los juiciosos y a los bravos; y los
sacerdotes que vinieron de España después de los
soldados echaron abajo el templo del dios indio, y
pusieron encima el templo de su dios.
Y ¡qué
hermosa era
Tenochtitlán,
la ciudad capital de los
aztecas,
cuando llegó a México
Cortés!
Era como una mañana todo el día, y la ciudad parecía
siempre como en feria. Las calles eran de agua unas,
y de tierra otras; y las plazas espaciosas y muchas;
y los alrededores sembrados de una gran arboleda.
Por los canales andaban las canoas, tan veloces y
diestras como si tuviesen entendimiento; y había
tantas a veces que-se podía andar sobre ellas como
sobre la tierra firme. En unas venían frutas, y en
otras flores, y en otras jarros y tazas, y demás
cosas de la alfarería. En los
mercados
hervía la gente, saludándose con amor, yendo de
puesto en puesto, celebrando al rey o diciendo mal
de él, curioseando y vendiendo. Las casas eran de
adobe, que es el ladrillo sin cocer, o de calicanto,
si el dueño era rico. Y en su pirámide de cinco
terrazas se levantaba por sobre toda la ciudad, con
sus cuarenta templos menores a los pies, el templo
magno de
Huitzilopochtli,
de ébano y jaspes, con mármol como nubes y con
cedros de olor, sin apagar jamás, allá en el tope,
las llamas sagradas de sus seiscientos braseros. En
las calles, abajo, la gente iba y venía, en sus
túnicas cortas y sin mangas, blancas o de colores, o
blancas y bordadas, y unos zapatos flojos, que eran
como sandalias de botín. Por una esquina salía un
grupo de niños disparando con la cerbatana semillas
de fruta, o tocando a compás en sus pitos de barro,
de camino para la escuela, donde aprendían oficios
de mano, baile y canto, con sus lecciones de lanza y
flecha, y sus horas para la siembra y el cultivo:
porque todo hombre ha de aprender a trabajar en el
campo, a hacer las cosas con sus propias manos, y a
defenderse. Pasaba un señorón con un manto largo
adornado de plumas, y su secretario al lado, que le
iba desdoblando el libro acabado de pintar, con
todas las figuras y signos del lado de adentro, para
que al cerrarse no quedara lo escrito de la parte de
los dobleces. Detrás del señorón venían tres
guerreros con cascos de madera, uno con forma de
cabeza de serpiente, y otro de lobo, y otro de
tigre, y por afuera la piel, pero con el casco de
modo que se les viese encima de la oreja las tres
rayas que eran entonces la señal del valor. Un
criado llevaba en un jaulón de carrizos un pájaro de
amarillo de oro, para la pajarera del rey, que tenía
muchas aves, y muchos peces de plata y carmín en
peceras de mármol, escondidos en los laberintos de
sus jardines. Otro venía calle arriba dando voces,
para que abrieran paso a los embajadores que salían
con el escudo atado al brazo izquierdo, y la flecha
de punta a la tierra a pedir cautivos a los pueblos
tributarios. En el quicio de su casa cantaba un
carpintero, remendando con mucha habilidad una silla
en figura de águila, que tenía caída la guarnición
de oro y seda de la piel de venado del asiento. Iban
otros cargados de pieles pintadas, parándose a cada
puerta, por si les querían comprar la colorada o la
azul, que ponían entonces como los cuadros de ahora,
de adorno en las salas. Venía la viuda de vuelta del
mercado con el sirviente detrás, sin manos para
sujetar toda la compra de jarros de
Cholula y
de Guatemala; de un cuchillo de obsidiana verde,
fino como una hoja de papel; de un espejo de piedra
bruñida, donde se veía la cara con más suavidad que
en el cristal; de una tela de grano muy junto, que
no perdía nunca el color; de un pez de escamas de
plata y de oro que estaban como sueltas; de una
cotorra de cobre esmaltado, a la que se le iban
moviendo el pico y las alas. O se paraban en la
calle las gentes, a ver pasar a los dos recién
casados, con la túnica del novio cosida a la de la
novia, como para pregonar que estaban juntos en el
mundo hasta la muerte; y detrás les corría un
chiquitín, arrastrando su carro de juguete. Otros
hacían grupos para oír al viajero que contaba lo que
venía de ver en la tierra brava de los
zapotecas, donde había otro rey que mandaba en
los templos y en el mismo palacio real, y no salía
nunca a pie, sino en hombros de los sacerdotes,
oyendo las súplicas del pueblo, que pedía por su
medio los favores al que manda al mundo desde el
cielo, y a los reyes en el palacio, y a los otros
reyes que andan en hombros de los sacerdotes. Otros,
en el grupo de al lado, decían que era bueno el
discurso en que contó el sacerdote la historia del
guerrero que se enterró ayer, y que fue rico el
funeral, con la bandera que decía las batallas que
ganó, y los criados que llevaban en bandejas de ocho
metales diferentes las cosas de comer que eran del
gusto del guerrero muerto. Se oía entre las
conversaciones de la calle el rumor de los árboles
de los patios y el ruido de las limas y el martillo.
¡De toda aquella grandeza apenas quedan en el museo
unos cuantos vasos de oro, unas piedras como yugo,
de obsidiana pulida, y uno que otro anillo labrado!
Tenochtitlán
no existe. No existe Tulán, la ciudad de la gran
feria. No existe
Texcoco,
el pueblo de los palacios. Los indios de ahora, al
pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza,
mueven los labios como si dijesen algo, y mientras
las ruinas no les quedan atrás, no se ponen el
sombrero. De ese lado de México, donde vivieron
todos esos pueblos de una misma lengua y familia que
se fueron ganando el poder por todo el centro de la
costa del Pacífico en que estaban los
nahuatles,
no quedó después de la conquista una ciudad entera,
ni un templo entero.
De
Cholula,
de aquella
Cholula
de los templos que dejó asombrado a
Cortés,
no quedan más que los restos de la
pirámide
de cuatro terrazas dos veces más grande que la
famosa pirámide de
Cheops.
En
Xochicalco
sólo está en pie, en la cumbre de su eminencia llena
de túneles y arcos, el templo de granito cincelado,
con las piezas enormes tan juntas que no se ve la
unión, y la piedra tan dura que no se sabe ni con
qué instrumento la pudieron cortar, ni con qué
máquina la subieron tan arriba. En
Centla, revueltas por la tierra, se ven las
antiguas fortificaciones. El francés
Charnay
acaba de desenterrar en
Tula una casa de veinticuatro cuartos, con
quince escaleras tan bellas y caprichosas, que dice
que son «obra de arrebatador interés». En la
Quemada
cubren el Cerro de los Edificios las ruinas de los
bastimentos y cortinas de la fortaleza, los pedazos
de las colosales
columnas de pórfido.
Mitla era la ciudad de los zapotecas: en
Mitla
están aún en toda su beldad les paredes del
palacio
donde el príncipe que iba siempre en hombros venía a
decir al rey lo que mandaba hacer desde el cielo el
dios que se creó a sí mismo, el
Pitao-Cozaana.
Sostenían el techo las columnas de vigas talladas,
sin base ni capitel, que no se han caído todavía, y
que parecen en aquella soledad más imponentes que
las montañas que rodean el valle frondoso en que se
levanta
Mitla. De
entre la maleza alta como los árboles, salen
aquellas paredes tan hermosas, todas cubiertas de
las más finas
grecas
y dibujos, sin curva ninguna, sino con rectas y
ángulos compuestos con mucha gracia y majestad.
Pero
las ruinas más bellas de México no están por allí,
sino por donde vivieron los
mayas,
que eran gente guerrera y de mucho poder, y recibían
de los pueblos del mar visitas y embajadores. De los
mayas de
Oaxaca
es la ciudad célebre de
Palenque,
con su palacio de muros fuertes cubiertos de piedras
talladas, que figuran
hombres
de cabeza de pico con la boca muy hacia afuera,
vestidos de trajes de gran ornamento, y la cabeza
con penachos de plumas. Es grandiosa la entrada del
palacio, con las catorce puertas, y aquellos
gigantes
de piedra que hay entre una puerta y otra. Por
dentro y fuera está el estuco que cubre la pared
lleno de pinturas rojas, azules, negras y blancas.
En el interior está el patio, rodeado de columnas. Y
hay un
templo de la Cruz,
que se llama así, porque en una de las piedras están
dos que parecen sacerdotes a los lados de una como
cruz,
tan alta como ellos; sólo que no es cruz cristiana,
sino como la de los que creen en la religión de
Buda,
que también tiene su cruz. Pero ni el
Palenque
se puede comparar a las ruinas de los
mayas
yucatecos, que son más extrañas y hermosas.
Por
Yucatán estuvo el imperio de aquellos príncipes
mayas,
que eran de pómulos anchos, y frente como la del
hombre blanco de ahora. En Yucatán están las ruinas
de
Sayil, con su
Casa Grande,
de tres pisos, y con su escalera de diez varas de
ancho. Está
Labná, con aquel edificio curioso que tiene por
cerca del techo una hilera de cráneos de piedra, y
aquella otra ruina donde cargan dos hombres una gran
esfera, de pie uno, y el otro arrodillado. En
Yucatán está
Izamal, donde se encontró aquella
Cara Gigantesca,
una cara de piedra de dos varas y más. Y
Kabah
está allí también, la
Kabah
que conserva un
arco,
roto por arriba, que no se puede ver sin sentirse
como lleno de gracia y nobleza. Pero las ciudades
que celebran los libros del americano
Stephens,
de
Brasseur de Bourbourg
y de
Charnay ,
de
Le Plongeon
y
su atrevida mujer,
del francés
Nadaillac,
son Uxmal y
Chichén-Itzá, las ciudades de los palacios
pintados, de las casas trabajadas lo mismo que el
encaje, de los pozos profundos y los magníficos
conventos.
Uxmal
está como a dos leguas de Mérida, que es la ciudad
de ahora, celebrada por su lindo campo de henequén,
y porque su gente es tan buena que recibe a los
extranjeros como hermanos. En
Uxmal son
muchas las ruinas notables, y todas, como por todo
México, están en las cumbre de las pirámides, como
si fueran los edificios de más valor, que quedaron
en pie cuando cayeron por tierra las habitaciones de
fábrica más ligera. La casa más notable es la que
llaman en los libros «del
Gobernador»
que es toda de piedra ruda, con más de cien varas de
frente y trece de ancho, y con las puertas ceñidas
de un marco de madera trabajada con muy rica labor.
A otra casa le dicen
de las Tortugas,
y es muy curiosa por cierto, porque la piedra imita
una como empalizada, con una
tortuga en relieve
de trecho en trecho. La
Casa de las Monjas
sí es bella de veras: no es una casa sola, sino
cuatro, que están en lo alto de la pirámide. A una
de las casas le dicen de la Culebra, porque
por fuera tiene cortada en la piedra viva una
serpiente enorme,
que le da vuelta sobre vuelta a la casa entera: otra
tiene cerca del tope de la pared una corona hecha de
cabezas de ídolos, pero todas diferentes y de mucha
expresión, y arregladas en grupos que son de arte
verdadero, por lo mismo que parecen como puestas
allí por la casualidad; y otro de los edificios
tiene todavía cuatro de las diecisiete torres que en
otro tiempo tuvo, y de las que se ven los arranques
junto al techo, como la cáscara de una muela
cariada. Y todavía tiene
Uxmal
la
Casa del Adivino,
pintada de colores diferentes, y la Casa del Enano,
tan pequeña y bien tallada que es como una caja de
China, de esas que tienen labradas en la madera
centenares de figuras y tan graciosa que un viajero
la llama «obra maestra de arte y elegancia», y otro
dice que «la Casa del Enano es bonita como una
joya».
La
ciudad de
Chichén-Itzá
es toda como la Casa del Enano. Es como un libro de
piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo,
hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango,
despedazadas. Están por tierra las quinientas
columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las
paredes a medio caer; las calles de la yerba que ha
ido creciendo en tantos siglos, están tapiadas. Pero
de lo que queda en pie, de cuanto se ve o se toca,
nada hay que no tenga una pintura finísima de curvas
bellas, o una escultura noble, de nariz recta y
barba larga. En las pinturas de los muros está el
cuento famoso de la guerra de los dos hermanos
locos, que se pelearon por ver quién se quedaba, con
la princesa Ara: hay procesiones de sacerdotes, de
guerreros, de
animales
que parece que miran y conocen, de barcos con dos
proas, de hombres de barba negra, de negros de pelo
rizado; y todo con el perfil firme, y el color tan
fresco y brillante como si aún corriera sangre por
las venas de los artistas que dejaron escritas en
jeroglíficos y en pinturas la historia del pueblo
que echó sus barcos por las costas y ríos de todo
Centroaméríca, y supo de Asia por el Pacífico y de
África por el Atlántico. Hay piedra en que un hombre
en pie envía un rayo desde sus labios entreabiertos
a otro hombre sentado. Hay grupos y símbolos que
parecen contar, en una lengua que no se puede leer
con el
alfabeto indio
incompleto del
obispo
Landa,
los secretos del pueblo que construyó el
Circo,
el Castillo, el Palacio de las Monjas, el
Caracol,
el pozo de los sacrificios, lleno en lo hondo de una
como piedra blanca, que acaso es la ceniza
endurecida de los cuerpos de las vírgenes hermosas,
que morían en ofrenda a su dios, sonriendo y
cantando, como morían por el dios hebreo en el circo
de Roma las vírgenes cristianas, como moría por el
dios egipcio, coronada de flores y seguida del
pueblo, la virgen más bella, sacrificada al agua del
río Nilo. ¿Quién trabajó como el encaje las estatuas
de
Chichén-Itzá?
¿Adónde ha ido, adónde, el pueblo fuerte y gracioso
que ideó la casa redonda del Caracol; la casita
tallada del Enano, la culebra grandiosa de la Casa
de las Monjas en
Uxmal?
¡Qué novela tan linda la historia de América!
Nota.
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palabras resaltadas en azul se abren nuevas páginas
que ofrecen datos biográficos de los personajes o
que amplian las descripciones de los sitios o las
etnias indígenas que Martí trata. Las letras
subrayadas despliegan además imágenes que
complementan gráficamente las explicaciones
martianas.